1. La Teoría de la causalidad en la filosofía griega.
El libro I de la Metafísica de Aristóteles sigue siendo fuente imprescindible para conocer las primeras especulaciones en torno a la causalidad. Los presocráticos, más que de la causa del ser, parecen preocupados por la indagación del principio, del que procede todo y en el que todas las cosas se resuelven. Este principio se incluye en el género de lo que Aristóteles llamará causa material, y se pone ora en el agua (Tales de Mileto), ora en el aire (Anaxímenes), ora en el fuego (Heráclito), ora en la tierra (Empédocles). Este último filósofo, en una consideración global de los cuatro principios, les llama "las raíces de todo". En la frecuente apelación de los pitagóricos al número, entendida como esencia de las cosas, cree Aristóteles encontrar una referencia a la causa formal. En las dos fuerzas cósmicas del amor y el odio de que habla Empédocles, puede verse una anticipación de la causa eficiente. Este mismo significado, unido al sentido de causa final, habría que poner en la Inteligencia de Anaxágoras. Si añadimos a esto el vivo sentimiento de la sucesión y el devenir tal como aparece en Heráclito, los pitagóricos y los pluralistas, que tanto interés tiene en orden a nuestro tema, y que condujo a Leucipo a una neta formulación del principio de causalidad, tendremos el cuadro presocrático dispuesto para la ulterior sistematización aristotélica.
En los presocráticos no aparece aún una teoría de la causalidad en la dimensión que nosotros la buscamos. No pretenden un estudio del ser como causa; buscan directamente la causa o el principio del ser. En esta misma línea se sitúa la investigación platónica. Es cierto que hay en Platón una explícita formulación del principio de causalidad: "lo que nace es preciso que nazca de una causa". Hasta reconoce la prioridad de la eficiencia respecto de todo lo que se hace. Pero, a diferencia de los atomistas, que no veían en el nexo causal más que la pura necesidad mecánica, Platón debe atribuir el ejercicio causal al mundo inteligible, hasta el punto de convertir aquella prioridad en una auténtica superioridad y trascendencia. La verdadera causalidad hay que trasponerla al dominio del verdadero ser. En este sentido es muy significativa la distinción entre "causas primeras" y "causas segundas o concausas". Sólo aquéllas pertenecen al reino de lo invisible y merecen el nombre de divinas; las segundas pertenecen al mundo sensible, y se concretan en las registradas por los presocráticos con las denominaciones de agua, aire, fuego y tierra. Influido por la tesis de Anaxágoras, sobre la inteligencia, y en dependencia de las aserciones de Parménides en torno a la verdadera naturaleza del ente, Platón afirmará la derivación vertical del ser poniendo la auténtica causalidad en los eidos o formas que, fuera de la materia y del movimiento, constituyen el reino de lo inteligible y eterno, de lo perfecto y divino.
Con la entrada de Aristóteles en la escena filosófica, la teoría de la causalidad adquirirá un sentido diferente y, bajo algún aspecto, contrapuesto al del Platón. "La causalidad aristotélica es exclusivamente horizontal, como la causalidad platónica había sido exclusivamente vertical. Para Platón, sólo los inteligibles y las primeras hipóstasis son causas; y el mundo sensible es únicamente receptivo. Para Aristóteles, la realidad física, la naturaleza tiene sus propios principios intrínsecos de transmutación. Más aún, la causalidad es el lazo mismo que une lo real en su devenir múltiple y continuo. Este lazo es dado por la forma sustancial, acto inmanente de lo individual...Es entender muy superficialmente la diferencia entre Platón y Aristóteles decir simplemente que este último ha desvalorizado la forma para hacer de ella un elemento de la esencia, que para Platón estaba constituida enteramente por la forma. Antes al contrario, para Aristóteles, la forma es más profundamente acto que para Platón, y esto bajo dos aspectos. En primer lugar, la forma es el acto concreto inmanente al synolon, forma formante e informante; además, es esta forma, en cuanto formante e informante, la que eleva la materia a su propio plano ontológico. Tal es, pues, el agente predicamental que obra siempre, en el orden accidental y en el orden sustancial, según su propia forma, contrariamente al agente platónico, que es siempre trascendental. En la teoría aristotélica de la causalidad, la forma ocupa un puesto central. En su torno se sitúan otras tres causas a las que también es preciso apelar si de la comprensión causal de lo que es queremos pasar a dar cuenta de lo que se produce. De esta manera hay que distinguir cuatro especies de causas que, corriendo el tiempo, tomarán los nombres de causa formal, material, eficiente y final. La forma expresa la sustancia o esencia. La materia o sustrato es aquello de lo cual ha devenido todo lo que se produce. Ambas causas, la materia y la forma, son principios constitutivos del ser del efecto. La causa eficiente, es decir, el motor, es el principio de cambio. Suele definirla Aristóteles como "lo que absolutamente hace lo hecho". La causa final es aquello en atención a lo cual ejerce su actividad el agente o motor.
En las llamadas escuelas morales, el problema de la causalidad se pone en relación con el de la libertad humana. Para los estoicos, las cosas y los acontecimientos están rigurosamente determinados por la causa originaria que llaman fuego, soplo o espíritu. Verdadero artífice de todo lo que sucede en el universo, es razón y providencia, centro de despliegue y convergencia de las razones seminales que surgen de él y a él retornan en el proceso cósmico. Con este determinismo metafísico se concilia la libertad moral entendida como sometimiento voluntario al devenir. Los epicúreos consideran también libres a las acciones del sabio. Una causalidad mecánica y un determinismo físico dominan las relaciones exteriores de los átomos que tienen, empero, una interior posibilidad de declinación o apartamiento de la trayectoria causal, por donde, en definitiva, se introduce la consideración de la libertad. Finalmente, los escépticos sometieron a la prueba de la crítica el concepto de causa y practicaron respecto de ella la universal suspensión del juicio.
El neoplatonismo rechaza no sólo la crítica escéptica, sino también las concepciones epicúrea y estoica, restableciendo la causalidad vertical platónica y explicándola en conformidad con la degradación creciente de las emanaciones.
2. La doctrina de la causalidad en la escolástica.
La primitiva concepción cristiana del universo parece modularse, en el orden causal que aquí estamos considerando por la misma ley que rige la concepción neoplatónica: una procesión de todas las cosas a partir de Dios como causa eficiente, y una regresión de las mismas, ya por sí, ya a través del hombre, a la Divinidad, como causa final. Sin embargo, una diferencia fundamental las separa. Los momentos todos de la procedencia y del retorno se rigen en el neoplatonismo por la necesidad más estricta y están presididos en la concepción cristiana por la libertad.
Con la llegada de la escolástica propiamente dicha, la cuestión de la causalidad es sometida a una sistematización rigurosa. En esta sistemática se conservan múltiples motivos neoplatónicos y estoicos, aristotélicos y platónicos, frecuentemente trascendidos, hasta el punto de constituir una concepción de la causalidad que puede llamarse sintética en relación a la causalidad vertical platónica y a la causalidad horizontal aristotélica. Tal es, al menos, el nombre que le corresponde a la concepción tomista, según ha puesto de relieve Cornelio Fabro.
La causalidad sintética de Santo Tomás conjuga, en primer lugar, la causalidad vertical platónica, manifestada en el orden trascendental, y la causalidad horizontal aristotélica, cumplida en el plano predicamental. Diríamos mejor que resulta de la elevación de la causalidad aristotélica desde el plano estrictamente ontológico a la explicación de la causación divina (teología natural) del ese trascendental. Aquí nos interesa no abandonar la ontología y buscar la sistemática tomista de la causalidad como tal. En seguimiento de Aristóteles, pone Santo Tomás la causalidad en relación con la explicación en las ciencias. La ciencia misma se define como conocimiento por causas. Sólo sabemos científicamente una cosa cuando conocemos su causa. Una primera definición puede, pues, ser ésta: la causa es el principio de la explicación científica. Esta concepción de la causalidad en su función lógica de explicación racional nos remite de inmediato a su valor real, ontológico. Si la causa es un principio de explicación de las cosas, se debe a que primeramente es un principio de realidad. Santo Tomás mismo se ha cuidado de subrayar esa referencia de la causalidad al ser: causa importat influxum quémdam ad ese causati. En el plano primario de la realidad natural, la causa es lo que da o influye efectivamente el ser, en el plano derivado de la explicación científica, la causa es lo que da razón del ser considerado. La causalidad así entendida implica tres elementos inexcusables: la distinción real entre la causa y el efecto; la efectiva dependencia de éste respecto de aquélla y la natural prioridad de la causa en cuanto tal sobre el efecto.
En la Escuela vinculada a la tradición científica, va a iniciarse un movimiento doctrinal que trasladará la teoría de la causalidad desde la dimensión ontológica a un plano físico. Roberto Grosseteste busca la unidad de física y metafísica e insiste en el necesario fundamento matemático de toda ciencia. Su discípulo Rogerio Bacon hace también observar que los fenómenos naturales están regidos por leyes matemáticas y que la certeza matemática descansa en la experiencia, por lo que es ésta la fuente fundamental de todo conocimiento cierto. Sine experientia, nihil sufficienter sciri potest. En estos filósofos, sin embargo, la experiencia y sus exigencias científicas se afirmaban sobre un fondo metafísico ligado a la tradición medieval. Llegará el tiempo en que este fondo metafísico se someta a profunda revisión. Inicia esta tarea Guillermo de Occam, y la lleva a ulteriores desarrollos Nicolás de Austricuria. Rota con el nominalismo la referencia de nuestra mente a la sustancia, la conexión causal debe perder valor ontológico, y únicamente podrá ser alcanzada en la causalidad empírica y en la justa medida en que se identifique con la sucesión. La producción y la dependencia metafísica, al no ser percibidas intuitivamente, deben ser relegadas al ámbito de las abstracciones y consideradas como meros símbolos de relaciones concretas de la sucesión y el cambio. Tampoco la finalidad, que había representado un concepto fundamental en la teoría escolástica de la causalidad puede ofrecer a Occam la más mínima garantía racional, ni, por tanto, incluirse entre los principios especulativos. Carecen de base las pretendidas demostraciones de que los agentes naturales son conocidos o dirigidos por otro o que obren por un fin. Partiendo Nicolás de Austricuria de que todos los conocimientos humanos deben ser intuitivos o fundados en experiencias inmediatas y de que el primer principio regulador del saber racional es el principio de contradicción, negará el carácter analítico del principio de causalidad. El principio de contradicción no nos autoriza, en efecto, para deducir de una cosa de experiencia la existencia de otra, que llamamos causa. La relación de causalidad no es, evidente por sí misma, no puede reducirse al principio de contradicción. Esto no quiere decir que el nexo causal no exista. La negación de la relación causal entre la causa y el efecto quedará reservada para Hume. En realidad, lo que afirma Nicolás de Austricuria es que la piedra de toque en el dominio existencial es la experiencia, con la consiguiente reducción de la causalidad al plano de la sucesión comprobable.
3. El problema de la causalidad en la filosofía moderna.
Como ha señalado P. Duhem. El occamismo científico del siglo XIV anticipa muchos conceptos y principios de la mecánica moderna. Restringida la causalidad al ámbito de la eficiencia, la filosofía renacentista contraerá aún la cuestión a un plano natural y físico. La determinación del concepto de causa que se apropiará la ciencia de la naturaleza fue llevada a cabo por Galileo. "Causa è quella, la quale posta, séguita l´efetto". Es el mismo principio de la primera tabla de F. Bacon: posita causa ponitur effectus". Nos interesa aquí perseguir la teoría de la causalidad en la línea del empirismo. El primer filósofo que debe ocupar nuestra atención a este respecto es J. Locke. El ámbito de la causalidad hay que situarlo en el horizonte en que se originan las ideas. "Denominamos con el nombre general de causa a lo que produce cualquier idea simple o compleja, y efecto es aquello que es producido". Para adquirir la idea de causa y efecto- dice poco después-, es suficiente considerar cualquier idea simple como algo que comienza a existir por la operación de cualquier otra, aunque no se conozca el modo de esa operación. Lo que interesa a la causalidad no es la producción como tal, sino la sucesión. Berkeley representa un avance en la línea del empirismo respecto de la ciencia natural, aunque recupere la causalidad en el ámbito de la metafísica. Habiendo borrado el mundo de los cuerpos y, con ello, su actividad, la causa productora de las ideas, de suyo inertes, debe ser puesta, fuera del sujeto pensante, pasivo en el ejercicio cognoscitivo, en una realidad inteligente y esencialmente activa, es decir, en Dios. Berkeley deslinda los campos respectivos de la ciencia natural y de la filosofía. La ciencia se ocupa de la naturaleza en su realidad sensible mediante la investigación de las leyes que rigen las relaciones existentes entre los datos de nuestras ideas. De esta manera, determina procesos e indaga leyes, sin ocuparse de sustancias ni de causas. La filosofía, en cambio, tiene como marco propio el mundo de los sustratos y de la causa. Se constituye como una efectiva metafísica que, abandonando a la ciencia el estudio de los procesos en su regularidad o legalidad sensible, versa directamente sobre las sustancias finitas- almas espirituales, libres e inmortales- y sobre la sustancia infinita y creadora- Dios-, causa de todo aquello que vivimos como naturaleza empírica.
El ciclo del empirismo, abierto por los presupuestos de Locke, será cerrado por Hume. Tras haber negado todo valor a la idea de sustancia y haberse cerrado en la concepción metafísica del más riguroso accidentalismo, emprenderá una crítica de la idea de la causalidad que merece aún ocupar nuestra atención. Con ella se va a rechazar el principio metafísico de causalidad, sustituyéndolo por el principio empírico de causalidad fenoménica. La consideración del devenir nos entrega la idea de efecto, es decir, de lo que se hace. Ésta, a su vez, nos remite a la idea de causa. Entre ambas se establece una relación de dependencia y de influencia. El efecto depende de la causa y ésta influye en aquél. Tal es la llamada relación de causalidad, cuyo principio general, no puesto en duda por la tradición filosófica, puede enunciarse así:"todo lo que comienza a existir, debe tener una causa de su existencia". Resulta, empero, que semejante principio no es objeto de experiencia y, por tanto, carece de evidencia inmediata, ni puede demostrarse racionalmente y, por lo mismo, está privado de evidencia apodíctica. Que no es objeto de experiencia inmediata se advierte tan pronto como nos percatamos de que todas nuestras intuiciones están inscritas en el ámbito de los fenómenos sensibles. La imposibilidad de una demostración racional se pone de relieve con este razonamiento de Hume: "Siendo todas las ideas distintas separables unas de otras, y siendo, evidentemente, distintas las ideas de causa y efecto, no es fácil concebir un objeto cualquiera como inexistente en este momento, y como existente en el instante siguiente, sin añadir a ese objeto la idea distinta de una causa o de un principio productivo. La separación de la idea de causa respecto a la de comienzo de existencia es, pues, manifiestamente posible, por consiguiente, la separación efectiva de esos objetos es posible en la medida en que no impliquen ninguna contradicción ni absurdez, y, por tanto, no es susceptible de ser refutada por ningún razonamiento que se funde únicamente en ideas; a falta de eso, es imposible demostrar la necesidad de una causa". Arguyendo la separabilidad lógica de las ideas la real separabilidad del efecto y la causa, en vano buscaremos una relación que las conecte, ya de influencia de ésta sobre aquél, ya de dependencia de aquél respecto de ésta. Tampoco es válida una demostración que tome por base los hechos de experiencia. Los fenómenos externos no prueban nada: cuando una bola de billar choca con otra, nada percibimos que pase de aquélla a ésta o que se produzca por la primera en la segunda: únicamente comprobamos los desplazamientos sucesivos de una y de otra. La misma impotencia demostrativa tiene la experiencia interna. A quienes afirman que la idea de eficiencia o de producción tiene su origen en el testimonio de la conciencia al ilustrarnos sobre la dependencia de los movimientos de nuestro cuerpo y los pensamientos de nuestro espíritu respecto de la voluntad aq cuya fuerza o poder obedecen, les responderá Hume que "para darse cuenta de cuán falaz es este razonamiento sólo hay que observar que la voluntad, considerada aquí como causa, no ofrece más conexión perceptible con sus efectos que la manifestada por cualquier causa material con el efecto que le es propio".
Descarta la causalidad metafísica, no por negación de su existencia, sino simplemente porque no se justifica experimental no racionalmente y debiendo atenernos a los límites impuestos a nuestro entendimiento sin aventurarnos imprudentemente a trascenderlos, Hume deberá sustituirla por la causalidad empírica. La falacia de la explicación racional de la conexión necesaria entre el efecto y la causa determinará que Hume apele a lo irracional para dar cuenta de ella. Es precisamente lo que tiene que hacer describiendo el proceso psicológico del principio empírico de causalidad. Veamos:
En nuestra experiencia, determinadas impresiones o ideas se han encontrado de tal manera unidas que una ha seguido regularmente a otra. A la impresión de la llama, por ejemplo, ha seguido siempre la impresión el calor. Sin más cumplidos- dice Hume- llamamos a la primera causa y a la segunda efecto. Es natural que el recuerdo o la sensación de una evoque en nuestro espíritu la otra. Trátase de una unión constante que tiene por base la pura relación empírica de sucesión o de contigüidad. Sin embargo, una unión constante en el pasado no puede tener el valor de una conexión necesaria, válida para todo tiempo. Entre aquélla y ésta pone Hume como intermediario el hábito: la repetición de un mismo proceso psicológico en la que se advierte aquélla unión constante debe crear en nosotros una tendencia a la evocación conjunta de los elementos asociados. Esta tendencia habitual transforma aquélla unión constante en una conexión prácticamente necesaria. "La sustitución de una simple "conexión constante" por un "hábito necesitante" nos ha acercado a la causalidad verdadera, aunque son hacer todavía que la alcancemos. Porque de poco nos serviría haber comprobado que el despertar de una impresión o de una idea va acompañado por la invencible espera de otra impresión u otra idea; la relación de causalidad debe permitirnos concluir, a partir de un término existente, la existencia objetiva de un segundo término, y no solamente su evocación ideal". Hume da un paso más apelando a la noción de creencia que "no es otra cosa que un sentimiento particular, diferente de la simple concepción" y consistente en la especial vivacidad de las impresiones.
El análisis de Hume no da más de sí. De él, empero, "deriva inmediatamente el valor epistemológico del principio empírico de la causalidad". En primer lugar, el lazo de la causalidad no implica justificación racional; es un proceso natural, psicológico, cuyo desenvolvimiento natural comprobamos en nosotros, y cuya utilidad práctica podemos apreciar. No busquemos en él un valor especulativo que sólo pertenece a la experiencia directa. Pero, al menos ¿qué nos enseña o qué nos obliga a creer la causalidad como proceso natural irresistible? Todos los filósofos establecen una particular afinidad entre la causalidad y el orden de los hechos, el orden existencial. La causalidad nos hace afirmar- instintivamente- la existencia. ¿La existencia de qué, exactamente? Permítasenos citar el texto mismo de Hume: "Las únicas existencias de que tenemos certeza son las percepciones que, habiéndose hecho inmediatamente presentes por la conciencia, imponen nuestro más fuerte asentimiento y constituyen el primer fundamento de todas nuestras conclusiones. La única conclusión por la que podemos obtener, de la existencia de una cosa la existencia de otra, es la que obtenemos por medio de la relación entre causa y efecto, la cual muestra que entre ellas se da una conexión...La idea de esta relación deriva de la experiencia pasada, por la que vemos que dos existencias están constantemente unidas entre sí y siempre se presentan juntas al espíritu. Pero, como nunca se presentan al espíritu otras existencias que las percepciones, síguese de aquí que podemos observar una unión o una relación de causa a efecto entre diferentes percepciones, pero que jamás podríamos observar una relación semejante entre percepciones y objetos". Así pues, la relación de causalidad no hace otra cosa que extender el carácter existencial de percepciones actuales a percepciones evocadas; unas y otras percepciones son, o fueron, elementos de experiencia inmediata, externa o interna. Entre términos de tal naturaleza, la relación causal se establece de una manera legítima y necesaria, aunque irracional. Pero, ¿ocurriría lo mismo si el segundo término fuese no ya una idea derivada de la experiencia, una impresión debilitada, sino únicamente eso que Hume llama "idea relativa", es decir, una noción vaga y abstracta, como la de objeto o de realidad exterior, jamás experimentada en sí misma, y que resulta solamente de un trabajo ilusorio de la imaginación? No, porque en ese caso faltaría esta "unión" constante de dos términos en la experiencia pasada, unión sin la cual pierde toda garantía experimental el hábito evocador. El principio empírico de causalidad no lleva, pues, al principio ontológico de causalidad".
Muy distinta, por no decir contrapuesta, es la teoría de la causalidad tal como la propone el racionalismo que va de Descartes a Leibniz pasando por Espinosa. La tendencia general puede caracterizarse como la identificación de la causa física con la razón lógica: causa sive ratio. Comienza a manifestarse con el postulado cartesiano de la racionalidad de la idea clara y distinta. No tiene, empero, perfecto cumplimiento hasta la llegada de Espinosa, para quien la causa no puede ser otra cosa que el principio de la inteligibilidad del efecto. Dado el absoluto paralelismo que Espinosa postula entre la idea y lo real y el método seguido, al que se le encomienda establecer el sistema de la razón en rigurosa conformidad con el sistema de la realidad misma, ya que la concatenación intelectual debe expresar fielmente, en una perspectiva de eternidad, la concatenación natural, debe llegarse a la conclusión de que la causa, como principio productor del efecto, en la línea de la realidad física, ha de identificarse necesariamente con la razón lógica como principio explicativo en el orden del espíritu. Invirtiendo los términos, debe decirse que la razón lógica designa por necesaria identidad la causa física. de aquí que la causa adecuada de un efecto será aquello por lo cual sea plenamente inteligible: causam adaequatan appello eam, cuius effectus potest clare et distincte per eam percipi. En Espinosa, "la noción objetiva de causa se confunde, en virtud del axioma fundamental del dogmatismo ontologista, con la noción de ratio intelligibilis o de "complemento, inmediato de inteligibilidad del efecto. Se comprende fácilmente que, así entendida la causalidad tiene indudable valor noético, tanto para descender desde la causa al efecto, cuanto para elevarse desde cualquier efecto a su causa próxima para seguir "secundum seriem causarum" hasta la Causa universal, es decir, "ad Ens...quod sit ómnium rerum causa".
Con semejantes principios, Espinosa debía desembocar en el monismo de la sustancia, directamente emparentado con el monismo de la verdadera causalidad metafísica. El complemento de inteligibilidad de cualquier objeto hay que buscarlo en la causa inmanente, que no puede ser distinta de su misma sustancia. Resulta, empero, que no hay más sustancia que Dios, en consecuencia, sólo Dios es ómnium rerum causa inmanens. Leibniz, que no podía ni quería aventurarse hasta el monismo, se contenta, por lo que respecta a las sustancias finitas, con una inteligibilidad menos rigurosa. Y una vez establecida por decreto la pluralidad de sustancias, era necesario que aquellas cuya inteligibilidad interna es imperfecta, encontrasen su complemento en una relación extrínseca a otras sustancias. El principio general de inteligibilidad se convirtió en el principio leibniziano de "razón suficiente", principio cuyo uso metafísico se confunde con el de "principio de causalidad" formulado en los medios escolásticos. El principio de razón suficiente es una extensión del principio general de inteligibilidad a la explicación del dinamismo que se ofrece en el orden existencial. Por él podemos llegar también a Dios, principio de las esencias que fundan las verdades necesarias y de las existencias en que se realizan las verdades contingentes.
Este parcial abandono de la dimensión estrictamente ontológica de la causalidad para referirla al ente teológico se produjo resueltamente con la teoría del ocasionalismo. Establecido por Descartes el dualismo radical de alma y cuerpo y la unión accidental de estas dos sustancias en el hombre, quedó abierto el grave problema de su comunicación. Las patentes correspondencias psicosomáticas no podían ser explicadas por mediación de los "espíritus animales". Tampoco convencía a nadie la interacción que Descartes se vio precisado a suponer, al mismo tiempo que la declaraba incomprensible. Geulincx la sustituyó por el simple paralelismo, que relacionó a la causalidad divina. El alma no ejerce acción alguna sobre el cuerpo, ni éste sobre aquélla. Ambos se limitan a desarrollar, bajo la acción de Dios, sus respectivos estados internos. Sucede, empero, que, con ocasión de esos estados internos, Dios produce la actividad correspondiente en conformidad con las normas sólo por Él mismo establecidas. El alma y el cuerpo no ejercen causalidad propiamente dicha, y su papel queda reducido a ser meras ocasiones para la actividad de Dios. Malebranche universaliza la teoría. Partiendo del principio según el cual sólo el Creador puede ser motor, debe concluir que ninguna criatura puede realizar verdaderas causaciones. Sólo Dios puede ser causa. Es Dios quien, con ocasión de una idea del alma, produce en el cuerpo el movimiento correspondiente. Asimismo. Es Dios quien, con ocasión de un movimiento de un órgano corporal, produce en el alma una afección. Las voliciones del alma y los movimientos del cuerpo son meras causas ocasionales de la verdadera causación, sólo producida por Dios. Todas las criaturas están unidas de manera inmediata sólo a Dios. Por tanto, sólo de Él dependen esencialmente. En consecuencia, no dependen unas de otras y son igualmente impotentes. Dios ha ligado conjuntamente todas sus obras, pero no ha producido en ellas entidades vinculadoras. Las ha subordinado unas a otras, sin revestirlas de cualidades eficaces. Tal es la teoría del ocasionalismo.
El racionalismo puro será restablecido por Wolff, para quien la razón inteligible vuelve a ser equivalente a la razón ontológica, es decir, a la causa. De ahí que la noción de causa se aproxime ahora a la noción de esencia y Wolff no quede conforme hasta reducir analíticamente el principio de razón suficiente al principio de contradicción.
Estta posición racionalista, caracterizada por sus pretensiones metafísicas fue conjugada por Kant con la crítica empirista, abocada al escepticismo, hasta dar al problema de la causalidad un rumbo nuevo. Para salvar la razón humana de las antinomias dogmáticas y de las impotencias escépticas hará Kant de la causalidad una categoría o concepto puro del entendimiento. La teoría racionalista va más allá de lo que los hechos autorizan; la crítica empirista se queda demasiado corta y no puede dar cuenta de la necesidad de los juicios científicos. La pura derivación empírica de la causalidad, tal como fue realizada por Hume, no se concilia con la realidad de los conocimientos científicos a priori contenidos en la física general. Por necesaria, la relación de causalidad no puede derivar de la experiencia, siempre contingente. Como tampoco puede proceder del simple análisis de los conceptos, que son formalmente diferentes, debe concluirse que la causalidad nace de la naturaleza de nuestro entendimiento, Poseída a priori por el entendimiento, es un concepto puro o categoría, la segunda de las categorías de la relación. Sabido es que, según Kant, con la aplicación de las categorías al fenómeno elabora el entendimiento los objetos de la física. También lo es que con la referencia al tiempo se esquematizan las categorías y se hace posible que haya para nosotros una naturaleza. Basándose el pensamiento de la naturaleza en las leyes del conocimiento, pueden formularse los principios a priori del entendimiento puro con validez para los objetos.
Kant distingue cuatro tipos de principios sintéticos del entendimiento que llevan los nombres de "axiomas de la intuición", "anticipaciones de la percepción", "analogías de la experiencia" y "postulados del pensamiento empírico en general". Las analogías de la experiencia corresponden a las categorías de la relación. La segunda analogía es la expresión misma del principio de causalidad, verdadero fundamento de la experiencia posible, es decir, del conocimiento objetivo de los fenómenos desde el punto de vista de su relación en la sucesión temporal. Desde este punto de vista, es natural la aserción kantiana, según la cual la relación de causalidad en la sucesión de los fenómenos tiene un valor anterior a todos los objetos de la experiencia, ya que ella misma es el principio de posibilidad de esta experiencia.
4. La causalidad en el pensamiento contemporáneo.
Una gran parte del pensamiento contemporáneo estrictamente dicho desarrolla la teoría empirista de la causalidad en vecindad con ciertas nociones, como las de condición, ley y función, que terminarán por absorberla. Un claro precedente de la aproximación de la causa a la noción de condición lo constituye J Stuart Mill, al identificar la causa con el "antecedente invariable", constituido por un conjunto de condiciones reales. Siguiendo esta línea, el positivismo ha hecho de la causa una mera ley mecánica expresiva del comportamiento regular de los fenómenos. Rechaza, con ello, toda acepción ontológica de la causalidad para reducirla a la legalidad empírica.
Esta misma corriente se prolonga hoy con las especulaciones neorrealistas y neopositivistas, que terminan disolviendo la noción de causa en la idea de función. El análisis lógico de las proposiciones "causales" se ha llevado a cabo con el decidido propósito de eliminar todo residuo de implicaciones metafísicas. La eficacia causal es sustituida por la dependencia funcional, Lo grave es que las implicaciones metafísicas, pretendidamente eliminadas, reaparecen trenzadas a la dependencia operativa.
Con anterioridad a estas últimas derivaciones, la teoría empirista de la causalidad había sido puesta en tela de juicio y hasta superada, en virtud de una crítica rigurosa. Brentano, Meyerson y Husserl deben ser citados aquí. Devolvieron a la causalidad el sentido que la hace trascender de las ciencias positivas a más altas regiones del saber.
Entre los filósofos más recientes, destacamos las posiciones de Bergson y Heidegger. El pensador francés nos invita a distinguir tres sentidos de la causalidad, frecuentemente confundidos. Una causa, en efecto puede actuar por impulsión (como el movimiento de una bola de billar), por disparo ( la chispa que enciende un polvorín)o por desenvolvimiento ( la gradual distensión de un resorte). Sólo en el primer caso se cumple el axioma según el cual modificada la causa, se modifica el efecto. Y ello, porque sólo entonces el efecto es perfectamente solidario de la causa en la doble dimensión cuantitativa y cualitativa. En los otros dos casos desaparece la solidaridad o queda reducida al puro orden de la cantidad. En el primer caso- dice Bergson-, la cantidad y la cualidad del efecto varían en conformidad con la cantidad y la cualidad de la causa. En el segundo, el efecto es invariable, y no le afectan la cantidad ni la cualidad de la causa. En el tercero, la cantidad del efecto depende de la cantidad de la causa, pero ésta no influye en la cualidad del efecto. Cuando se trate, pues, de explicar el efecto por la causa, han de tenerse presentes esas distinciones y advertir que sólo las actuaciones por impulsión, es decir, las causas propiamente físicas, explican los efectos.
Heidegger plantea el problema de la causalidad en el marco leibniziano de la razón determinante y en referencia a las primeras especulaciones griegas sobre el principio de todas las cosas. Para darle solución, debe dilucidar la esencia del fundamento. El fundamento mismo debe ser referido a la libertad de fundamentar, manifestada en la trascendencia de la existencia. La esencia del fundamento, en el que convergen todas las especies de causas, consiste en la libertad. Esta libertad de fundamentarse es el verdadero fundamento del fundamento, la razón de la razón o la causa de las causas.
(González Álvarez. A. Tratado de Metafísica. Ontología. Editorial Gredos. Madrid. 1987)