La oralidad ha ido sustituyendo a la escritura. Y estoy seguro de que hay más gente que aprende filosofía a través de Youtube que entre las paredes de la universidad o las páginas de los libros. ¿Nos hemos convertido en adeptos de Platón? ¿Tendría él su propio canal si viviera hoy?
Cuando uno pasa cinco años de su vida en la Facultad de Filosofía y Letras, sale con una sensación extraña: no sabe si ha leído muchísimo y habita la mismísima biblioteca de Babel o si en realidad ha sido todo una ilusión y no ha leído absolutamente nada. No crean que es cosa mía; he contrastado esta tesis con rigurosísimos datos ofrecidos por los prestigiosos estudios que brindan las conversaciones de la cafetería de la facultad.
A raíz de ello, diría que me llevo dos verdades universales de la carrera: uno, “nadie sabe lo que puede realmente un cuerpo” (gran sabio Spinoza; efectivamente, ha visto grandes excesos que el organismo es capaz de asumir sin llegar a estallar); y dos, “nadie sabe cómo acaba realmente un libro”. Esta última es de mi propia cosecha, y es que no parece muy probable que alguien se haya acabado un solo ensayo en toda su etapa universitaria. Razones o excusas puede haber muchas. Pudiera haber quien prefiriese no conocer el final de una obra, tal vez para no decepcionarse ante un pobre corolario que, en realidad, no da las respuestas que prometía a las grandes preguntas del universo y del ser humano. Otros quizá se acuerden de Goethe, a quien de niño su madre no le leía el final de los cuentos para así fomentar su imaginación. También se podría escudar uno en la innecesaria oscuridad que presentan muchos textos filosóficos, entendiendo que, por lo tanto, es imposible que arrojen algo de luz.
En cualquier caso, quizá lo que ocurre es que en el fondo sea bueno no leer mucho (ya nos enseñó la lección don Quijote), Es más, incluso habría que barajar la posibilidad de que no leerse un libro entero sea condición necesaria para superar con éxito una carrera de humanidades como Filosofía. Solamente un osado profesor (se dice el pecado, no el pecador) fue capaz de transgredir el tácito precepto obligándonos cruelmente a leer de principio a fin la Política de Aristóteles. Como siempre, la excepción hace la regla, que consiste en leer picoteando como gallinas.
Mientras que la lectura ha dejado de ser la principal fuente de conocimiento, la asistencia obligatoria a las clases se ha hecho cada vez más estricta (den gracias al plan Bolonia), de manera que la oralidad ha ido sustituyendo progresivamente a la escritura. Además, estoy seguro de que hay mucha más gente que aprende filosofía a través de Youtube que entre las paredes de la universidad. ¿Nos hemos convertido acaso sin darnos cuenta en estrictos adeptos de Platón?
1.Escribir sin afán de instruir.
En sus diálogos se afirman cosas como que, en realidad, los mejores escritos no sirven más que para despertar los recuerdos de aquellos que tienen conocimientos ya de antemano (algo que, por cierto, Wittgenstein tomó a pies juntillas para escribir la primera frase del prólogo al Tractatus, cuando dice que solo entenderá su libro quien ya haya pensado alguna vez por sí mismo las ideas que en él se expresan). Según Platón, todo el que escriba un libro con intención de instruir es sencillamente un necio. En Fedro se dice que el inconveniente de la escritura. Como el de la pintura, es que, a pesar de que su contenido parezca vivo, se encuentra petrificado, por lo que, si lanzásemos preguntas, la única respuesta sería el silencio o, a lo sumo, siempre la misma contestación. Un texto por sí mismo tampoco podrá defenderse de los ataques recibidos, ni tendrá la facultad de saber cuándo hablar y cuándo callarse.
Por otra parte, está el decisivo asunto de la memoria. Para Platón, se engaña quien piense que gracias a la escritura tendrá mayor volumen en su disco duro, pues de hecho ocurrirá lo contrario. Al delegar la función memorística en el papel, un extraño al fin y al cabo, se desprecia y se oxida la capacidad de conservar el recuerdo, y se acaba habitando el vacío y el olvido. Se les daría a los discípulos, añade, la sombra de la ciencia, pero no la ciencia en sí misma, haciéndoles creer que tienen muchos conocimientos y que son grandes sabios, cuando en realidad serían totalmente ignorantes. No es difícil suponer con qué ojos vería Platón una reforma educativa que desprecia la memoria en el proceso de aprendizaje.
¿Pero cómo es posible que alguien pueda defender eso al mismo tiempo que lo escribe? Parece una contradicción insalvable. Todas las ideas de Platón las conocemos precisamente gracias a que decidió dejarlas por escrito. Aunque los diálogos platónicos sean la forma textual que más se asemeja a la oralidad, no escapan de la rigidez de la escritura que él mismo critica tan duramente. Ocurre que las palabras se las lleva el viento, salvo que se hayan fijado con tinta. Sin embargo, es cierto que las nuevas formas de oralidad, con el desarrollo de plataformas en Internet como Twich o Youtube, permiten registrar por vídeo y difundir masivamente los contenidos, haciéndolos accesibles cuantas veces uno quiera, o permitiendo incluso cierta manipulación, al poder pausar, acelerar o retroceder. La transmisión oral que ofrece un canal de Youtube, dedicado a la filosofía o a cualquier otra rama del conocimiento, se convierte así en un término medio entre la palabra hablada y escrita, ya que, al igual que el texto, permite volver sobre ella una y otra vez.
2.La oralidad frente a la escritura
Si Platón viviera hoy, seguramente tendría un exitoso canal de Youtube, o haría directos por Twich, pero yo apostaría a que en ningún caso dejaría por ello de escribir. No hay que perder de vista que la oralidad, en cualquiera de sus formas, para poder ser debidamente captada, exige al oyente que sepa guardar silencio, ese bien tan valioso y tan escaso. En la práctica del silencio se instruye uno gracias a la lectura. Mientras estamos en clase o escuchamos un podcast es muy fácil desconectar; leer, sin embargo, requiere de toda nuestra atención, porque el libro no tiene autonomía como para recitarse solo. Tampoco tendremos tentación de interrumpirle como replicarle, como sí ocurrirá con un interlocutor. La réplica al libro vendrá después, en un segundo momento de reflexión sosegada, una vez asimiladas sus ideas. El silencio entrenado en la lectura podrá ser ejercido luego en la escucha.
Reconozcamos también que aquellos que con su discurso oral nos iluminan y nos adentran en el verdadero conocimiento, y no en su sombra, han podido llegar a hacerlo porque antes han leído muchos libros, ya no como gallinas, sino de inicio a fin. De otra manera sería imposible articular una disertación que tuviese como objetivo abordar un asunto en toda su profundidad, desde sus primeros principios hasta sus últimas consecuencias.
Habitar para siempre la biblioteca de Babel sería una horrible pesadilla, pero visitarla de vez en cuando para devolver unos tomos al acabarlos y llevarse unos nuevos sí que parece una bonita forma de pasar cinco años, o incluso toda una vida. Háganme un favor: convénzanme mediante el diálogo o la escritura, o mejor, de las dos formas a la vez, de que me equivoco en al menos una de las dos leyes universales. Eso querrá decir que muchos saben cómo acaba realmente un libro.
(Miguel Antón Moreno. Artículo sacado de la revista Filosofía&Co. Septiembre 2022. Número 2)