Las mujeres han sufrido mucho. Es casi imposible dar testimonio de todas las maneras como, a lo largo de la historia, las mujeres han sufrido física, psicológica y emocionalmente por vivir en el sistema patriarcal.
Y no hay necesidad de dedicar tiempo a enumerarlas aquí. Si estoy leyendo este libro, lo sabes. Todas lo sabemos.
Es posible que la literatura feminista haya malgastado demasiado tiempo en registrar estos padecimientos. Queremos dejarlo claro, evidentemente. Queremos que la gente sepa que hemos sufrido de infinitas maneras y que seguimos sufriendo. Parte de este empeño solo va encaminado a servir de compañía a las mujeres, para que no crean que están locas por pensar que algo que les han dicho que es bueno para ellas es en realidad malo, para que sepan que su disonancia cognitiva tiene una explicación. Es una forma de traspasar la fantasía de que el sistema en el que vivimos no es opresivo, de mostrar que es un efecto dañino.
Pero hay otra motivación: el deseo de que la persona que nos oprime deje de hacerlo. De modo que le decimos: “¡Eh, mira este moratón, mira esta herida! Es por eso que hiciste. Por favor, para”.
El sufrimiento es un hecho. Lo importante ahora es decidir qué hacemos con él. Basta un simple vistazo al panorama geopolítico pare ver que el sufrimiento de un grupo se usa como justificación para el sufrimiento de otro. Es importante que usemos nuestro sufrimiento como un puente hacia la empatía- algo que nos hace vulnerables- y no como un pretexto para no volver a ser vulnerables jamás.
Cuando sufrimos, tenemos la tentación de decir que ya hemos sufrido bastante, como diciendo “hasta aquí hemos llegado”; la tentación de crearnos una forma de protección, de evitarnos cualquier otro daño. Y daño, en estas circunstancias, se convierte en algo difuso: todo, desde una amenaza violenta al recordatorio de una herida pasada o incluso una experiencia incomoda, puede encajar en los criterios de lo dañino.
La seguridad pasa por el control. Para sentirnos seguras, las cosas deben ser predecibles. Y la única manera de hacer que algo en la vida sea predecible es controlar el resultado. Sea por medio de la manipulación o del abuso, es una intromisión poco ética en la libertad de otra persona.
Hay una gran diferencia entre seguridad y paz. La seguridad es una especie de limpieza superficial donde el comportamiento visible es lo más importante; como esa ciudad que se jacta de lo seguras y limpias que son sus calles mientras tiene las cárceles llenas de indigentes, pobres y enfermos mentales, esa ciudad donde si tiras basura en la calle te flagelan en público.
Algo muy distinto es una ciudad pacífica, con programas sociales para luchar contra la pobreza y la enfermedad mental, donde se proporciona un techo a los que no lo tienen y la tasa de criminalidad es muy baja porque la policía establece alianzas con la comunidad civil.
Para las mujeres, la seguridad se traduce hoy en unas condenas de cárcel más estrictas para los hombres, lo que prioriza la venganza frente a la rehabilitación. A pesar de todo lo que sabemos sobre el infierno del sistema penitenciario estadounidense, muchas feministas piden pendas de cárcel y defienden las imputaciones por delitos de odio, algo que prolonga inevitablemente las condenas.
La seguridad para las mujeres se traduce en dictaminar que cierto lenguaje es un discurso de odio y proceder a silenciarlo con peticiones y protestas, en lugar de contestar a un discurso incívico con un discurso cívico y considerado.
Se trata de tener el control. Para sentirnos seguras, necesitamos controlar lo que va a decir y a hacer la gente que nos rodea. Y esto no se consigue yendo a la raíz de la violencia. No se consigue siquiera trabajando para mejorar poco a poco las condiciones sociales. Se consigue por medio del silencio y el ostracismo, apartando de nuestra vista el objeto o persona que nos ofende.
No digo que haya que dar prioridad al derecho de la gente a comete actos violentos o soltar mierda, lo que digo es que hace falta un debate sobre la clase de mundo en el que queremos vivir. ¿Queremos un mundo seguro? ¿Queremos echar a los indigentes de las ciudades y presentarlo como una victoria frente a la pobreza? “¡Mirad, toda la gente que vivía en la calle ha desaparecido, hemos hecho un supertrabajo!” ¿O queremos emprender el tremendísimo esfuerzo de identifica y acometer las causas reales del perjuicio a las mujeres?
La seguridad es un objetivo a corto plazo y un objetivo insostenible, además. Al final, los problemas sin resolver encontrarán nuevas formas de manifestarse. Puedes arrancar todos los hierbajos que quiera, pero como no desentierres esas malditas raíces van a volver a salir una y otra vez.
La paz, sin embargo, sí es algo por lo que merece la pena luchar.
Durante siglos, la seguridad de las mujeres se ha usado como una herramienta de propaganda. Si quieres cometer una atrocidad, si que la gente a la que quieres destruir su pone una amenaza para las mujeres. Es un pretexto que ha servido para promover de todo, desde leyes antiinmigración (con carteles de una mujer blanca vapuleada por unas temibles manos negras) hasta la invasión de Afganistán. No deberíamos olvidar que muchas feministas apoyaron esa guerra por la opresión de los talibanes sobre las mujeres. Pero en lugar de mejorar las vidas de las mujeres afganas, matamos a un gran número de ellas y hemos hecho que su vida cotidiana sea aún menos segura y más terrorífica.
También luchamos por el “derecho” de las mujeres a ingresar en el ejército, y cuando por fin conseguimos que las mujeres pudiesen combatir en primera línea de fuego lo celebramos como una victoria feminista. No es ya que otros luchen en nuestro nombre, sino que usamos nuestra propia seguridad como excusa para empuñar un arma, invadir otros países y matar a sus habitantes.
Deberíamos ir con cuidado, por tanto, cuando invocamos la idea de la seguridad de las mujeres; deberíamos ser conscientes de cuántas veces en la historia se ha usado esta para justificar la violencia.
Es preocupante que esperemos que ese instrumento patriarcal que es la justicia penal- una fuente de sufrimiento que se alimenta de las injusticias hacia los pobres- sea el que resuelva los problemas de seguridad de las mujeres. A fin de cuentas. Nuestro sistema penal se basa en la venganza y el castigo, no en la rehabilitación y la prevención.
Por supuesto, el sistema judicial lleva años fallándonos. Nunca se ha tomado en serio las acusaciones de violación, violencia doméstica, acoso y abuso sexual. Nos ha castigado, tanto, si no más, como a quienes nos hacían daño. Y hemos visto también cómo maltrataba a nuestros hombres, en particular a nuestros hombres pobres y a nuestros hombres negros. Hemos visto cómo los ejecutaba, los torturaba y los apartaba de nosotros durante años por delitos leves. ¿De verdad vamos a encontrar la respuesta en este sistema? ¿Si de repente comenzara a tomarse en serio la violencia contra las mujeres sin atender al resto de injusticias que genera, podríamos considerar realmente que el sistema se ha “reformado”? ¿De verdad queremos empujar a muchos más hombres (pobres y negros) a un sistema diseñado para destruirlos?
Hubo hace un tiempo un proceso judicial- uno de esos casos de tu palabra contra la mía, como ha habido tantos en la historia- en el que ella decía que él había abusado de ella, y él lo negaba. No había ninguna evidencia física, de modo que el caso se asentaba exclusivamente en los testimonios. Solo que resultó que la defensa sí que contaba con pruebas: tenía los emails que ella le había escrito y en los que expresaba su amor y deseo hacia el hombre, emails enviados después del incidente en cuestión. En el juicio, la mujer dijo que la relación sexual no había sido consensuada. En los emails decía que le había encantado acostase con él.
Hay muchas razones por las que una mujer podría enviarle emails como estos al hombre que ha abusado de ella. Para empezar, es una manera de intentar que deje de hacerlo: “Por favor, no me hagas más daño, mira cuánto te quiero”.
Sea como sea, el juez, con buen criterio, desestimó la causa. Esos emails abrieron un mundo de dudas en torno al testimonio de la denunciante, abrieron la norme posibilidad de que la denuncia fuese un acto de venganza contra el hombre que la había rechazado. Las feministas estaban indignadas. Hay que creer a las mujeres, decían. Las mujeres no mienten sobre este tipo de cosas. Sin embargo, deberían haber celebrado, o al menos tolerado, la decisión, puesto que era una victoria de los derechos civiles. Una victoria para el hombre, sí, pero una victoria de todos modos. A él, de origen indio (no blanco), no lo arrojaron a un calabozo basándose exclusivamente en la palabra de una mujer blanca. Y no deberíamos olvidar que las acusaciones de mujeres blancas contra hombres de color condujeron en el pasado al linchamiento o encarcelamiento de personas inocentes.
En resumidas cuentas, las mujeres sí mienten sobre esa clase de cosas. Tienen todo tipo de razones para hacerlo, desde la venganza a la necesidad de atención. Algunas mujeres son terribles, no deberíamos olvidarlo. Y no deberíamos afirmar que las mujeres no mienten con la intención de reforzar su credibilidad porque cada acusación falsa socava de inmediato a nuestra propia credibilidad.
Las feministas deberían haber secundado la decisión del juez porque el objetivo ha de ser siempre la justicia. No una justicia impostada, no una justicia en la que el testimonio de la mujer pesa más que el del hombre por una pura cuestión de género.
“PERO- ya oigo la queja- hay hombres que no creen nunca a una mujer cuando acusa a un hombre de maltrato y violación. Hay hombres que siempre piensan lo peor de nosotras, que creen que estamos todo el día acostándonos con hombres solo para después acusarlos de violación y destrozarles la vida. ¿De qué otro modo vamos a conseguir convencerlos?”
Permitid que me repita: los hombres no son nuestro puto problema. No podemos resarcirnos de los hombres que tienen algunos hombres con las mujeres insistiendo en nuestra pureza e inocencia. Debemos hacer frente a la inhumanidad ajena redoblando nuestra propia humanidad, y no pretendiendo que somos una versión mejorada y más honesta de ser humano. Y esto implica reconocer las bajezas que cometen algunas mujeres, la violencia que infligen, las mentiras a las que recurren para conseguir lo que quieren. Nuestra labor no consiste en convencer a nadie de nada: decirle a alguien lo que quiere oír para que crea lo que queremos que crea es una forma más de control. Nuestra labor consiste en comportarnos como auténticos seres humanos.
Como hemos comentado antes, tenemos que tomar conciencia de nuestras ansias de venganza. Puede que esta sea verdaderamente la primera vez en la historia en que las denuncias de las mujeres contra los hombres se toman en serio, en que hay una posibilidad de actuar. Debemos tener cuidado con lo que hacemos con esta posibilidad.
En una cultura que se alimenta de indignación; en una cultura inclinada, de tanto oír nuestro historial de sufrimientos, a reaccionar con contundencia ante toda nueva transgresión, es fácil que caigamos en una falta de contención y clemencia. Esto se hace evidente en las redes sociales. Acusan a un hombre de abusar de una mujer y la respuesta inmediata es intentar que lo despidan. Incluso si se trata de un problema personal y no tiene nada que ver con su puesto de trabajo. ¿Acusan a un profesor universitario de maltratar a su pareja? Se envía una petición a la universidad para que lo echen. ¿Se acusa a un médico? A la lista negra ese cabrón, a cargarse su medio de vida.
Esto ni es justicia ni contribuye a crear un entorno seguro para las mujeres. Las denunciantes aseguran que su objetivo principal es protegerlas, pero no actúan de un modo que respalde esa afirmación.
Lo que están haciendo es buscar a un hombre que cargue por sí solo con el peso de toda nuestra historia, que nos compense por todos los hombres que nos han hecho daño y han salido impunes. Eso es venganza, y para la venganza nada será suficiente. No queremos comprensión, queremos destrozar vidas. Si no fuera así, cuando se presenta una acusación contra un hombre, las mujeres que se llaman a sí mismas feministas abogarían por la prudencia, permitirían que el sistema designado estudie la acusación y decida cómo proceder. Y si ese sistema concreto no funciona, como ocurre con el sistema de justicia penal, se marcarían como objetivo su reforma para que promoviera la rehabilitación y la reconciliación por encima del castigo. O trabajarían para diseñar una forma distinta de abordar los problemas interpersonales.
Es comprensible que las mujeres no confíen en que el sistema penal maneje de forma razonable y decidida los problemas de las mujeres. Pero el vigilantismo no es la respuesta. Y tampoco nos hace ningún bien defender los castigos desproporcionados, convertirnos en el Yahvé del Antiguo Testamento, provocar inundaciones en respuesta a la blasfemia o arrasar ciudades ante un comportamiento sexual reprobable.
Cuando decimos que la seguridad de las mujeres es la principal prioridad, estamos hablando de apartar a las mujeres de la sociedad, no de crear un espacio para ellas. Estamos hablando de métodos de control y manipulación. Estamos diciendo que el mundo necesita organizarse no en torno a la paz y la justicia, sino a nuestras necesidades y deseos particulares. Si continuamos definiendo la identidad de nuestro grupo en base a lo que nos han hecho, seguiremos siendo objetos en lugar de sujeto.
Tan pronto como la seguridad pasa a ser el objetivo, tan pronto como alcanzamos ese punto de hartazgo que nos lleva a decir “basta”, comenzamos a inspeccionar nuestro entorno en busca de amenazas. Es fácil, desde esta posición, confundir algo irritante con una agresión en toda regla. Los amigos pueden parecernos enemigos cuando estamos en alerta máxima. Y exigir seguridad y protección puede ser un modo de negarnos a asumir la responsabilidad de nuestra propia situación.
Es todo más complejo de lo que nadie está dispuesto a admitir. Cuando hay un delito, una riña o hasta un simple desacuerdo, una forma de simplificarlo es etiquetar a una persona de agresora y a la otra de víctima. Que te etiqueten de víctima tiene sus ventajas. Te escuchan, te hacen caso, te compadecen. Cuando eres la víctima, te permiten descansar, te dan tiempo para recuperarte. Cualquier cosa que hagas es un acto de coraje. Es fácil entender por qué alguien querría ocupar el puesto de víctima.
Por eso tanta gente se inventa relatos victimistas: personas que se hacen pasar por supervivientes del Holocausto, chicas blancas de barrio residencial que van de pandilleras del gueto, hombres blancos que simulan ser nativos americanos, madres que enferman a sus hijos para que les presten atención en el hospital…Uno de los argumentos para afirmar que las mujeres nunca se fingirían víctimas es que el escrutinio es brutal:¿por qué iba a querer alguien pasar por eso? El problema es que sí sabemos por qué. Lo sabemos porque mucha gente antes ha mentido de ese modo.
El papel de víctima se facilita si tenemos la posibilidad de vincularnos a un grupo tradicionalmente castigado, como el de las mujeres. Esto clarifica las intenciones del agresor, de otro modo difusas: odia a las mujeres. Si no fuera así, no habría golpeado/ violado/ vituperado/ calumniado/ robado a esa mujer en concreto.
Un delito, una agresión, un encontronazo son interacciones, A veces está claro que hay una víctima accidental y un agresor indiscutible. A veces alguien te roba la cartera. Al margen del descuido, la víctima no es culpable de nada y no participa en su propia victimización. Pero a veces es más complejo. A veces eres un turista en un país pobre y llevas un reloj caro o un bolso de lujo. Si te quitan ese reloj o ese bolso, el asunto se complica. No es que merezcas ser víctima de un delito, pero se complica. Hay factores que debemos tener en cuenta, una falta de responsabilidad personal que debemos asumir; de otro modo, se instala la semilla del odio. Si eres un estadounidense blanco y acomodado en, pongamos, Latinoamérica, y te ocurre esto, es muy fácil decir “este país está lleno de ladrones” sin plantearte qué papel tuviste tú en la situación.
Algo similar ocurre cuando afirmamos que la gente que nos ataca odia a las mujeres. En algunos casos es así, desde luego, pero la misoginia no es el origen ineludible de estas interacciones. Si vivimos en alerta máxima, hasta los desacuerdos más nimios empiezan a parecer ataques. Esto, por descontado, se ve más claro en Internet, donde todo el mundo está permanentemente en alerta máxima. Un hombre (que sí, tal vez podría haberse callado la boca) cuestiona la afirmación de una mujer y de pronto es un misógino. Esto permite a la autora desestimar la cuestión sin más. Y no solo eso, la discrepancia misma se convierte en una especie de ataque. Por este mecanismo, los problemas interpersonales pasan a considerarse delitos misóginos.
Las mujeres, que con frecuencia se sienten impotentes en el terreno romántico, pueden utilizar este marco para absolverse cuando obran mal; cuando, por ejemplo, se comportan como imbéciles en una relación o en una cita. Si las cosas no salen como ella quiere, podemos atribuir el fracaso al odio burdo y flagrante que siente ese hombre hacia las mujeres, en lugar de entenderlo como “la típica manera que tienen hombres y mujeres de hacerse daño unos a otros cuando la intimidad genera vulnerabilidades”.
Tildar a los agresores de misóginos proporciona asimismo una sencilla forma de comprender lo que nos ha ocurrido. No es por ser nosotras, es por ser mujeres. Pero cuidado con las historias facilonas y las explicaciones interesadas: son los auténticos misóginos, los auténticos depredadores, quienes las están usando contra nosotras.
En resumen, estar vivo y participar en el mundo es muy jodido. Poner nuestra seguridad, la seguridad de nuestro grupo, por delante de la creación de un entorno que sea más seguro para todos implica una negativa a integrarnos en el mundo. Es como decir: “Este mundo no es lo bastante bueno para mí, y mientras no se doblegue a mi antojo no tengo nada que ver con él”.
Negarnos a participar, quedarnos a un lado dolidas, perplejas y puteadas, es una traición a las personas con quienes afirmamos tener una alianza: las mujeres. Si queremos crear un mundo mejor y una existencia mejor para ellas, debemos implicarnos en este mundo imperfecto que tenemos ahora. Además, ¿qué sentido habría tenido tanto sufrimiento si lo único que hiciésemos con él fuera utilizarlo como excusa para hacer sufrir a otros? No habría servido de nada. Asumamos nuestro dolor y aprendamos algo de él.
(Jessa Crispin. Por qué no soy feminista. Un manifiesto feminista. Editorial Sin Fronteras. Los libros del Lince. Barcelona. 2017)