- La democracia requiere esfuerzo.
La democracia es el régimen político que encarna la convicción de que debemos asumir el protagonismo de nuestra vida colectiva. La verdad, en cambio, es que a la mayoría de las personas les resulta mucho más fácil obedecer que mandar, ser dirigidos que dirigirse a sí mismos. Asumir el protagonismo requiere esfuerzo, y en toda sociedad en que se consigue cierto bienestar se produce un relajamiento de la implicación social.
- El olvido de los deberes cívicos.
Esforzarse parece tener un sentido claro cuando se vive una situación manifiesta de opresión. En cambio, cuando las cosas van más o menos bien, muchos ya no ven la necesidad, ya no notan el aguijón que les pinchaba y les impulsaba a moverse.
El desinterés se manifiesta en la pérdida de participación en los procesos de representación y, por descontado, en el rechazo a la implicación directa en la vida pública. Pero esto no es sino la punta del iceberg. Si la democracia ha de consistir en la participación popular en la organización común, esta intervención no se puede limitar al voto cada cuatro años, sino que debe conducir a la organización de un tejido social que pueda hacerse eco de las preocupaciones y necesidades de los colectivos.
Asociaciones de vecinos, de comerciantes, de profesionales, de estudiantes… constituyen una manera de mantener viva día a día la llama de la participación real de la ciudadanía en su “cosa pública”.
En este ámbito, en el que echa raíces la democracia, los problemas para encontrar a gente dispuesta a implicarse están a la orden del día, y una de las constataciones que resulta más preocupante es la dificultad para encontrar un releve generacional.
Entre los jóvenes, como entre los adultos, hay de todo, pero lo cierto es que en nuestro entorno más próximo las preocupaciones sociales no ocupan en absoluto un lugar de privilegio entre la mayoría de los jóvenes, y esto constituye un serio problema.
La democracia no es un sistema espontáneo y el olvido de la necesidad del compromiso cotidiano es el primer paso para la pérdida, o al menos la degeneración, de un sistema que nos ha costado mucho conseguir.
- La crisis de los modelos nacionales.
Asociado al tema de esfuerzo y de la motivación, otra cuestión parece estar resultando determinante en el desinterés por la organización colectiva. Se trata precisamente de la idea de colectivo.
En el nacimiento de las democracias modernas, los sentimientos nacionales siempre fueron una pieza clave como elemento aglutinante, hasta el punto de que. Buena parte de los esfuerzos de los gobernantes fueron dirigidos a favorecer- muy a menudo directamente a la fabricación- estos sentimientos nacionales. Hoy, sin embargo, en este nuevo mundo global, donde la dimensión supraestatal cada vez ocupa un lugar más relevante, ¿quiénes somos?
Quizá la voluntad general rousseauniana no fuese sino una ficción cargada de peligros, pero lo cierto es que, sin el sentimiento de pertenencia a un colectivo no es fácil implicarse en su mejora, y las identidades no se fabrican de un día para otro. El desplazamiento de los centros de decisión, cada vez más alejados de la tierra que uno identifica como propia, dificulta el sentimiento de pertenencia a un proyecto común.
Será necesario, sin renunciar a las raíces, buscar nuevos patrones de identificación más basados en lo que nos une que en lo que nos diferencia. Lo cierto es que, a pesar de las dificultades, la conciencia de pertenecer a un solo mundo, profundamente interrelacionado, va ganado terreno y cada vez hay más gente que se da cuenta de que en este barco viajamos todos juntos.
- La democracia secuestrada.
Nos referíamos antes al alejamiento entre la ciudadanía y los centros de decisión política como factor de desinterés. Otro fenómeno asociado a este desinterés es la percepción de que incluso estos centros de decisión ya no son los que toman las decisiones.
A pesar de las llamadas a la participación social y política, lo cierto es que cada vez está más extendida la sensación de que no se puede hacer nada, de que estamos en manos de fuerzas que no controlamos y que el protagonismo en que creímos durante un par de siglos no fue más que un sueño.
La democracia aparece a los ojos de muchos como una especie de autoengaño colectivo. El mundo funciona solo, tiene sus leyes económicas imparables, o bien, si es que alguien lo está haciendo funcionar, no somos nosotros ni nuestros representantes, sino las multinacionales, los grandes poderes económicos, de los cuales los políticos no serían más que los servidores más o menos enmascarados. La conclusión de muchos es: cada uno que mire por lo suyo, que ya es bastante complicado.
Esta percepción de la realidad, que sin duda tiene argumentos a su favor, cae en un doble error. Por una parte, ignora el poder que nuestras decisiones, si las tomamos de manera colectiva, pueden llegar a tener sobre los poderes económicos.
Por otra, parece olvidar que en la organización social y política hay muchas más cosas que economía, tan importantes como ésta y a veces más cercanas. Renunciar a intervenir activamente sobre ellas amparándonos en la impotencia no es más que una excusa.
(J.M. Bueno Matos y X. Martí Orriols. Filosofía y Ciudadanía. Editorial Vicens Vives. Barcelona. 2008)